martes, 26 de mayo de 2015

Piano sin Reina

El piano ha sido desde que tengo memoria en uso el instrumento que más ha despertado el instinto musical en mis fueros internos. Desde la ternura infantil tuve claro que si alguna vez tocaba un instrumento sería el piano.

Aquellos tiempos infantes habrían sido los ideales para iniciarme en la formación musical y estoy seguro de que aquello hubiera tenido un impacto directo y hondo en la forja de mi personalidad y entendimiento pero ni yo proclamé esta vocación en voces audibles ni estoy seguro de que hubiera sido recibida por oídos comprensivos.

Un argentino de sonrisa incombustible me hubiera exclamado: ¡lo importante no es que toques como podrías haber tocado entonces, sino como puedes hacerlo ahora!

Eso es lo crucial de la vida, que hasta que se consume siempre puedes elegir hacer las cosas de manera diferente, corregir tus errores y resarcir tus deserciones.

El año pasado mientras pasaba una gran crisis entre la vorágine confusa, sombría y asfixiante de ideas y sentimientos que gobernaban mi juicio emergió clara entre el caos la necesidad desesperada y febril de aprender a tocar el piano.

Entonces me encontré con Reina, reina del piano y mi maestra musical.

Recuerdo con nitidez aquellos primeros días: la torpeza de mis dedos que renegaban del ritmo de mis pensamientos, los violentos y paralizados conflictos entre mi este y oeste cerebral que se negaban a conciliar las claves de Sol y de Fa, la emoción contenida al acariciar por fin mi totémico instrumento y esa pasión creciente con la que iba reaccionado mi ser ante la contemplación de Talía.

Al final de cada clase con cierta timidez pedía a Reina que me tocara una de mis partituras predilectas y, entonces, todo se inundaba de magia.

La música acudía, bella y sublime, invocada por las elegantes, precisas y sentidas caricias de las manos pianistas, con su tempo exacto y sus cadencias justas, haciendo del sonido pasión y del silencio emoción.

¡Qué no se distinga el sonido del silencio!, parecían clamar el ritmo dual de los latidos de su corazón, poseídos y embargados por la voluntad de belleza.

Su postura, enhiesta y orgullosa, su mirada, introspectiva e infinita y su rostro, efigie viva y serena del trance místico del arte. Era hermoso.

Sobre sus formas de enseñanza debo destacar su paciencia con cada uno de mis errores, el sincero entusiasmo con el que celebraba mis avances, la humildad con que desenvolvía sus habilidades y, por otra parte, los gruñidos con que me advertía de mis fallos (gruñidos con lisura) y las malicias simpáticas que gustaba marcarse.

También recordaré con gran aprecio las horas de amena charla en los descansos de teoría musical y práctica interpretativa. Diálogos cargados de humanidad sobre temas de una amplitud inmensa, versados sobre historias vitales, reflexiones compartidas y conocimientos entregados. Conversaciones también recibidas de su marido, digno compañero, con el que, al principio en encontronazos y después, en encuentros, fui entablando dialécticas en las que jamás le faltaba la energía y la vitalidad supremas para ensalzar el arte que tanto amaba: la literatura, la música, la pintura. La vida se vuelve sagrada cuando converge en el arte.

Qué riqueza hay en compartir con comunicación honesta e íntima las vueltas misteriosas de la vida.

Arte, ese es el fuego de su hogar, los libros que me llamaban, las pinturas que me enseñaban, las partituras que en silencio esperaban, los poemas y las amistades, el amor sin tempestades, todas y cada una de sus afanes eran bañados cada día con el sonido sutil y discreto de los golpes austeros del hombre y la mujer que en la casa de la música vivían. Eso era para mi, la casa de la música, donde aprendí a entenderla, de donde salía flotando. La casa de la música...

La casa de la música cerró ayer sus puertas para las enseñanzas al menos por un tiempo. No por ello cejaré en esta vocación (cada mañana comenzará antes mi día para llenarlo de música), ni dejaré de ver a sus habitantes, cuyo amor me ha bendecido.

Gracias Reina, reina del piano.

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