martes, 26 de mayo de 2015

El deseo más puro

Mirad aquel anciano desnudo con luenga barba y cabellera cana como único obstáculo de su desnudez.

Qué espectáculo verle correr por entre unas matas seguido de perros, salta peña tras peña con la intuición guiando su vertiginoso movimiento, se encoge y gira y atrapa entre sus manos la consecuencia de su salto, y sube y serpentea a través de la piel de la montaña. La atrofia muscular de su cuerpo nonagenario es desoída por la voluntad de la evidencia.

Su mirada es irrevocable, él llegará. Y levemente se asoma el milagro, sus facciones y su constitución se van recomponiendo en un rejuvenecimiento progresivo. Cada paso, cada zancada y cada altura tomada dejan la promesa de un año menos sobre la fisionomía del anciano. Se va firmando en su presencia el testigo de un regreso, el testigo de un ocaso.

La piel ajada va resolviéndose en una tersura vehemente y elástica, los surcos de sus ojos se retiran para extender un entorno decidido a su mirada incansable que no ve por donde va sino a donde se dirige. Los músculos renacen en el reino del cuerpo haciendo de su acelerada e inagotable carrera un hecho más razonable pero igual de extraordinario y fantástico.

Llega a la pasional y cándida juventud en su rostro y acaso se asoma ya en su barbilla la barbarie barbilampiña jajaja, y ante su perspectiva se alza aquel lugar que solo él conoce y conocerá, aquel bosque de robles que en su interior tiene un círculo geométricamente perfecto de unos 15 metros de diámetro en el que no crece la vegetación. Aquel lugar, su lugar, mi lugar.

Atraviesa el perímetro del claro ya un niño de blanca y hermosa desnudez en plenitud de lo que algunos dan en llamar ser. Jadeando se detiene recuperando el aliento que el anciano embargó al niño, se acerca lentamente al centro donde hay una piedra de obsidiana, negra como la noche que acompañaba la escena. Levanta la piedra y la pone a un lado y con una delicadeza inexpresable recoge un poco de la tierra húmeda que reposaba bajo ella para después untarse el rostro con ella como si fuera un bálsamo de pura belleza, con esa expresión de éxtasis que tienen algunos niños cuando son felices.

Tras ello, derrama una lágrima, dos y hasta tres ,mientras su rostro acoge un gesto de suma concentración y transcendencia. Sus manos se dirigen con inteligente precisión a la superficie de la piel donde se hunde su corazón e introduciendo la yema de sus dedos en su carne atrapa un hilo de plata del que tira y tira hasta obtener unos metros de la etérea sustancia. Con profundo amor lo enrolla cuidadosamente y lo mete en una bolsita de seda blanca que cierra tirando de su cordel.

Ahora con una expresión de profunda pero consolada pena, con un terrible afán de contención y pasión deja la bolsita sobre el surco de tierra húmeda que había bajo la piedra. La expresión de su cara es análoga pero con una dimensión mística a aquella que adquirió el rostro de Bob Cratchit mientras depositaba el bastón del pequeño Timy, su hijo, en la tumba en que descansarían eternamente sus restos. Un adiós espiritual.

La bolsita como impelida por unas arenas movedizas se sumerge en la tierra. El niño viejo coge la piedra y la deposita encima. En el oscuro cielo nocturno una estrella fugaz destella con una luz que él responde con el deseo más puro.

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