jueves, 28 de julio de 2016

¿Títulos?

Me obsesiona escribir.

Me horrorizan los comienzos.

Ese acusador vacío que siempre te recibe antes de cada acción humana.

Y eso en la escritura es un papel en blanco, plano y satinado como una vida que no ha sido aún vapuleada y sacudida, es decir, que no ha empezado a vivirse debidamente. Por eso nos gusta romper, por eso es más fácil escribir en un papel arrugado y sucio, que pensar en una frase brillante que caiga limpiamente en la primera línea, como si no hubiera tenido que atravesar todas nuestras entrañas y mentido treinta veces a nuestra autocensura para ganarse su sitio en una página en blanco.

De hecho, hay algo enormemente falso y artificioso en el hecho de permitirnos rumiar como ciervos durante horas, aquello que luego será leído en unos segundos. Cuanto más nos alejamos de la efervescencia del momento, más artificial e irreal se vuelve la presencia del verbo, la voz y su arrebato. No hay guiones ni repeticiones en el universo, todo sucede con la casualidad misteriosa de lo irremediable. Y los espectáculos de belleza, quebranto o simple movimiento, no se detienen por nada. Como si Dios nunca se parara a pensar.

O se detienen en su justo final, pero eso para nosotros no significa ni puede significar nada. Porque no entendemos los finales del mundo, porque somos un destello, una leve criatura aterrorizada por la muerte. Y aquellos de entre nosotros que quieren morir, no están motivados precisamente por la curiosidad.

Hay un peso infinito en nuestra levedad y eso es paradójico. Tan vivos y tan perdidos, como un perro corriendo feliz en el jardín. Somos un trozo de nada, de algo que es y luego no será. Por eso a veces siento que cada evento de mi vida es parte de un mito, de una historia legendaria que quedará por siempre grabada en las arenas del tiempo. Hasta cuando la cajera del Tesco me da el cambio y me pregunta si quiero una bolsa. Y le digo que no, que gracias.

Siempre la misma frase, como un padrenuestro, como un hechizo. Eso da para religión por muy blasfemo que suene, por muy herético que sea decirlo. La religión va de eso, de idear fórmulas de permanencia. Inventando un código común de rituales, un imaginario colectivo y una voluntad de eternidad podemos atravesar la barrera psicológica que surge del contraste entre nuestra nimiedad y lo inmenso.

Yo me siento enorme cuando contemplo las estrellas en una noche despejada. Otros se sienten diminutos y ese vértigo es también instructivo. Pero hay que participar en ese espectáculo, hay que posicionarse. No puedes asomarte a ese océano interminable y decir: "bueno, es que no sé nadar". Porque te vas a caer, te vas a caer aunque no vuelvas a atreverte a mirar dentro de ti o fuera de tu ciudad. Lo que ves, habita ya dentro de ti, y te va a morder, cuando se canse de no ser mirado por quien nunca debió dejar de mirarlo, te va a morder.